Hoy es sábado, día sagrado de los judíos. La parroquia de la Transfiguración, en pleno corazón de Williamsburg, está rodeada por una enorme comunidad de judíos jasídicos. Unos pocos miles comenzaron a llegar al barrio en los años cuarenta del pasado siglo desde la región de Satmar o Satu Mare (entonces Hungría, hoy Rumanía), tras sobrevivir al Holocausto nazi y a la II Guerra Mundial. Hoy son más de 200.000 en Brooklyn y algunas ciudades del estado de Nueva York. Este crecimiento exponencial se debe a la práctica de casar a los jóvenes temprano -las chicas se casan a partir de los 16 o 17 años y los varones rondando los 20 años- y de propiciar que las mujeres tengan tantos hijos como sea posible (8-10 niños por mujer de media).
Williamsburg es una república teocrática dentro de Nueva York controlada por esta especie de monjes judíos casados, herederos lejanos de los fariseos. Los hombres visten todos igual, con camisas blancas y levitas negras, atuendos que nos retrotraen a la Europa del este del siglo XIX. Añaden a su vestimenta un sombrero negro, que los sábados convierten en vistosos sombreros cilíndricos de piel. Se dejan crecer largas barbas y guedejas para cumplir el mandato del Levítico 19,27.
Pequeñas o grandes sinagogas abundan por todo el barrio y a ellas acuden los hombres varias veces al día para sus oraciones. Su espiritualidad deriva de una reforma del judaísmo del siglo XVIII propiciada en Ucrania por el rabino Israel ben Eliezer, conocido como el Baal Shemtov (1698–1760), que une la Torá, el Talmud y la Cábala.
En cada esquina hay una yeshiva o academia talmúdica, donde se educan los niños varones tanto en el programa académico oficial de Nueva York como en el hebreo y la Torá. Para tan extenso currículo, mezclado con ratos de oración, las enseñanzas comienzan varias horas antes de la escuela oficial. Decenas de autobuses escolares mueven a esta gran población de la casa a la academia. Las chicas son educadas aparte para una vida de amas de casa y madres de una extensa prole, aunque algunas ayudan a sus esposos en los negocios que estos llevan tanto en el barrio (fruterías, panaderías, tiendas de ropa…) como en Manhattan (en el distrito de los diamantes, por ejemplo). Es el único barrio donde se pueden encontrar abundantes tiendas de pelucas, pues las mujeres se cortan el pelo al casarse, para honrar a sus esposos, y a partir de entonces llevan siempre peluca o, en el hogar, van cubiertas con un pañuelo.
Aunque el hebreo es la lengua litúrgica, ellos hablan el yiddish, dialecto judeoalemán antiguo que las comunidades mantuvieron tras emigrar de Alemania en la Edad Media y constituir las comunidades de judíos asquenazíes, o de Europa oriental, que se distinguen de los judíos sefardíes (de España). Pero el yiddish se escribe con caracteres hebreos, por lo que todo el barrio está lleno de letreros que parecen hebreo pero no lo es, sino, más bien, una especie de aljamiado.
Tras convivir con ellos durante varios años, puedo contar muchas anécdotas de mi vida en Williamsburg, pero no me resisto a relatar al menos estas dos.
Los viernes por la tarde, a la caída del sol, comienza el Sabbath (sábado), y es anunciado con un ulular de sirenas que cubre todo el barrio. En ese día, siguiendo la interpretación más estricta de la Torá, no se puede ni encender ni apagar el fuego. No es inusual, a esas horas, ser requerido por alguna mujer para que subas a su casa a apagar los fuegos de la cocina donde ha preparado toda la comida del día siguiente y a dejar uno de los hornillos con la llama muy baja para que pueda arrimar las ollas y calentar la comida ya preparada. Rodeado de muchos niños que te miran extrañados de tu presencia, la mujer te ofrece un jugo de frutas.
Este no poder encender fuego se traduce también en no encender ni apagar aparatos eléctricos. Mi amigo Pascual Chico, que convivió muchos años con los jasídicos en los “proyectos” o edificios públicos del barrio, me contaba que esto suponía que algunos ascensores de su casa, de más de 20 plantas, tuvieran que subir y bajar los sábado deteniéndose automáticamente en cada piso para que los judíos no tuvieran que tocar botones. También que una noche de viernes tuvo que llevar a su vecino y esposa a dar a luz a un hospital porque él no podía arrancar su vehículo. O que, una fresca mañana de sábado de septiembre tuviera que pasar a su casa para apagarles el aire acondicionado que estaba congelando a la familia toda la noche.
Estas anécdotas, sin embargo, no pueden enmascarar la realidad de que convivir con los jasídicos no es fácil. No hay barrio más seguro y tranquilo en toda la ciudad de NY, pero también es donde uno se encuentra más aislado de sus vecinos. Ellos no te ven; literalmente, los gentiles somos invisibles… hasta que nos necesitan. Llevan su vida, se preocupan solo de sus cosas, viven totalmente ensimismados en su mundo, en ese gueto que ellos se han construido. No leen otros periódicos que los suyos. No tienen televisión, ni ordenador ni escuchan la radio en casa. Herederos del desprecio secular de los demás, incluidos otros judíos con los que disienten en muchas cosas (el Estado de Israel, por ejemplo, que ellos ven como una abominación), los jasídicos viven encastillados en sus ritos, creencias y tradiciones. Tienen su propio sistemas educativo, de transporte público, de ambulancias, de mataderos y suministros de alimentación kosher, de policía (hay “vigilantes” las 24 horas del día), de seguridad… Todos llevan un silbato en el bolsillo y, si un ladronzuelo se equivoca de barrio y se le ocurre dar un tirón y robarle un bolso a una mujer jasídica, en menos de dos minutos se enfrentará a una masa de cientos de hombres vestidos todos igual que formarán una rosquilla inmensa en cuyo centro le darán una monumental paliza a patadas que lo dejará al borde de la muerte. No hablo de memoria; lo he visto varias veces y hasta Bryan Karvelis sufrió una vez esta violencia cuando se echó encima de un joven para salvarlo de la paliza que le estaban propinando frente a la iglesia.
No hay disidencia posible. Quien intenta salir de este mundo de estrictas reglas y prácticas es considerado muerto por su familia, como un hijo desaparecido cuyo nombre ya nadie puede mencionar. Si tiene hijos, seguramente no los podrá ver. Véase “El jasídico rebelde“, la página Unpious o el documental “Unorthodox: A Jewish Journey”, que habla del cambio en adolescentes que pertenecen al Movimiento Ortodoxo moderno que son enviados a Israel para un año de inmersión cultural y religiosa antes de entrar en la universidad. No faltan quienes denuncian el ambiente represivo, las injusticias en lo laboral (sobre todo con mujeres hispanas a quienes contratan por horas para trabajar en las casas) y casos de abusos sexuales (donde hay tanta represión emocional, es frecuente que ocurran, ¡incluida nuestra querida Iglesia!). Pero, me dice Javier Bosque, algo está pasando y minando ese universo monocromo: los intelífonos (permitidme inventar ese neologismo) o teléfonos móviles inteligentes. No los pueden usar en casa, como ninguna otra pantalla, para no dar mal ejemplo a sus hijos, pero los usan en la calle y, sobre todo, en el interior de sus coches, verdadero “cuartos privados” de los hombres. Por allí está entrando internet y retando su identidad y su estilo de vida. Apenas se ve todavía, pero algo está ocurriendo en esta monolítica comunidad jasídica.
Al contemplarlos pasando a mi lado me pregunto por sus vidas y sus preocupaciones, sus ideales y sus esperanzas. ¿Qué soñarán los niños? ¿A qué aspirarán las niñas? ¿Cómo aprenderán a ser hermanos de “los otros”, los goyim, los “gentiles”, a quienes son educados a mirar de reojo y con sospecha desde que nacen? Me inquieta su obsesión por seguir los 613 preceptos de la Torá y su afán por cumplir hasta la última tilde de la Ley que les lleva incluso, como ocurrió la semana pasada, a que un grupo increpara en la calle a otro jasídico por estar empujando en sábado a un compañero en silla de ruedas que se había quedado atascado al subir una acera… Me dan tristeza, la pena que debió sentir Jesús ante los fariseos, a quienes por su cerrazón, su autosuficiencia y su incapacidad de poner a la persona antes que el cumplimiento de la Ley, dedicó epítetos como “ciegos”, “sepulcros blanqueados”, “hipócritas”… No todos, sin embargo, lo fueron. Algunos, como Nicodemo o José de Arimatea se abrieron a la luz y al amor, a la posibilidad de “nacer de nuevo”.
Seguro que entre estos hermanos jasídicos hay gente buena, amable, justa, servicial y humilde que busca a Dios con sincero corazón. Que el Señor los ilumine para que, como San Pablo, otro fariseo, encuentren al Padre misericordioso que nos libera de la esclavitud de la Ley y nos regala la salvación gratuitamente, de gratis, por la “gracia”, haciéndonos a todos hermanos y hermanas.
Entonces, conclusion: gracias a Dios por jesucristo.