El 5 por la tarde volamos hacia Camerún desde Estambul. Fueron casi siete horas de vuelo, muy largas, que pasamos viendo alguna película, escribiendo, leyendo y echando alguna partida al ajedrez. ¡Yo le gané tres veces a Daniel, pero Sara casi me gana en un despiste! Es increíblemente divertido volar en estos aviones que tienen un sistema interactivo con las pantallas independientes de cada pasajero. Cada uno estaba en su sitio pero jugábamos juntos a través de la pantalla.
Muy cansados de todo el día, llegamos a Yaundé a las 11 de la noche. Pasamos los controles de Sanidad (vacunas de la fiebre amarilla que pudimos ponernos todos en primavera después de hacerle análisis a Daniel, que era alérgico al huevo y ahora ya no lo es) y de pasaportes. Sara se enfadó un poco porque no le dejé rellenar su ficha de entrada al país pero éramos los últimos en terminar nuestros papeles y tenía que estar yo traduciendo al resto lo que pedía el documentos en inglés o francés. El cansancio hacía mella también. Una vez pasados los controles (¿?) del aeropuerto con nuestras maletas y superada la nube de ayudantes, Javier Negro (Provincial de los escolapios del África Central) y Gerard Funwie nos esperaban y nos condujeron durante tres cuartos de hora hasta el seminario escolapio, donde nos alojamos.
Las calles, en un viernes por la noche, bullían de vida, música, gente en los bares, baches, coches que no respetaban los semáforos, gente vendiendo pescado o plátanos a la brasa, más baches… De repente, me asalta una duda: ¿habré hecho bien en traer aquí a mis hijos? No hay tiempo para la respuesta. La noche del barrio nos va tragando y el vigilante nocturno abre ruidosamente la puerta del seminario. Habitaciones individuales con la primera rociada de repelente de mosquitos. Gracias, Señor, por este segundo vuelo. ¡Bienvenidos a Camerún!
Pateada a la ajedrez, eh daniel?