Esta semana ha fallecido Julia Vázquez, amiga, hermana, maestra. En mis años en la Parroquia de la Transfiguración de Brooklyn ella fue un ejemplo permanente de fidelidad al Señor a la vez que a su familia, a pesar de las muchas dificultades por las que tuvo que pasar, incluida la muerte de dos de sus hijos por enfermedades congénitas.
Siempre la contemplé como una de esas mujeres puertorriqueñas que, al llegar a Nueva York, habían florecido a la luz que irradiaba el padre Bryan Karvelis, que para tantos de nosotros fue un santo, un hombre entregado a hacer presencia a Dios y presencia a los más pobres.
En el refugio para gente sin casa
Nuestra amistad fraterna floreción entre los pobres, en aquellas largas noches allá por 1984 en las que velábamos el sueño de las personas que acudían cada día, en los meses fríos, al refugio para los sin-techo que varias parroquias de la zona organizaban en el comedor escolar de la parroquia de Holy Trinity. Noches de contar alegrías y penas, de hablar del Evangelio, de la familia, de cómo ser fieles en aquel barrio donde abundaba la pobreza humana, la droga, la violencia…
Ella cocinaba siempre y se unía al grupo de familias que aportaban, una vez a la semana, comida en abundancia para las más de cuarenta personas que frecuentaban aquel refugio. Me encantaba verla tratar con los “muchachos” como solía llamarles, con tanto cariño y respeto. Eran tiempos difíciles en los que había casi 100.000 personas en la calle y la ciudad de NY llegó a crear refugios en barcos anclados en el muelle. Pero eran instituciones mastodónticas con más de 2000 camas donde había que hacer largas colas cada noche y la gente prefería los pequeños shelters de las parroquias, montados en los comedores escolares, más familiares y acogedores. Había también quiénes morían congelados en lo más crudo del invierno neoyorquino, que puede alcanzar los -25º C.
Fraternidad
Durante un tiempo estuve participando en las reuniones de la fraternidad de Julia, los viernes por la noche, un grupito de mujeres y algunos hombres hispanos. En Transfiguración había unas quince fraternidades. También me unía a la adoración del sábado, seguida de café y tertulia para compartir el evangelio con Bryan. Julia solía preparar el café, un café “de puchero”, como decimos en mi tierra, colado en una manga. Cada trimestre había “clases bíblicas”, que Bryan organizaba al alimón con los sermones semanales, muy coordinados entre todos los sacerdotes (primer Stephen Lynch, luego Javier Bosque, más tarde un servidor). Y, claro, los retiros en Tabor, el centro de convivencia de cada fraternidad un par de veces al año.
Aquello fue mi seminario, el lugar en el que crecí en la fe, el espacio vital que me permitió sentirme “un pueblo en camino”. Sí, junto a Julia, mi comunidad y tantos hermanos y hermanas.
El coro parroquial
Pero, si había una actividad que nos unía de forma especial era, sin duda, el cantar. Yo me sabía cientos de canciones y aprendí otras tanta del repertorio de la comunidad. Julia siempre me pedía que se las grabara, y ¡cuántas cintas aún rondarán por su casa con la música de aquellos años! A no olvidar los villancicos, con los que cantábamos en Navidad de casa en casa con los jóvenes de la parroquia, a veces tocando con guantes la guitarra en la calle, a -20ºC.
De todas las canciones que yo le enseñé, la que más le gustaba era Tomado de la mano. ¡Cuántas veces se la canté cuando, muchos años después, ya perdiendo ella la memoria, le llamaba por teléfono desde España! La segunda en la lista era la canción que compuse al salir desde Brooklyn a España: Somos la gran familia de la Transfiguración. Me encantaba el ritmo puertorriqueño que ella le imprimía.
Cárcel de Rickers Island
Además estuvo la cárcel de Rickers Island, donde íbamos cada dos meses a ayudar a las Hermanitas del Evangelio y al padre Pierre Raphäel en los retiros para presos hispanos.
Fueron varios años pasando el puente y esperando un largo rato hasta que los autobuses internos de la cárcel nos dejaban en el pabellón de Awaiting Trial (para presos que estaban esperando sentencia. Allí acudían también las mujeres y alguno de los hijos de los presos, y juntos entrábamos a un enorme salón, mayor que una cancha de baloncesto, donde nos distribuíamos por grupos de reflexión para acabar con una eucaristía, la comida compartida a base de bocadillos y refrescos, y un café de canciones populares y actuaciones previo al momento de la despedida, siempre triste.
Aún recuerdo la primera vez que nos llamó la hermana Simone para que acompañáramos los grupo de reflexión y el tema de aquel día: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). Yo le pregunté:
–Pero, ¿qué les voy a decir yo, pobre de mí, a los presos?–yo tenía 22 años y más atrevimiento que conocimiento.
–Nada. Ya hablarán ellos, no te preocupes–me contestó la hermana.
Y ya lo creo que lo hicieron… ¡Menudos predicadores había entre aquel grupo de más de un centenar de reclusos colombianos, dominicanos, puertorriqueños, mejicanos, salvadoreños, guatemaltecos… Y allí estaba yo, con Heroína Ortega, doña Rosa Hernández y Julia Vázquez, voluntarias a las que, de vez en cuando, se nos unían otras personas.
En la lucha
La acción de Julia no se quedaban en rezar y cocinar. También se implicó en todas las actividades solidarias de la parroquia, en especial las de la Misión. Juntos salimos a la calle en algunas manifestaciones (pocas, pues en EEUU se sale más bien poco a protestar) en las que participamos, sobre todo la de 1987 contra la política de Reagan en Centroamérica.
Con los jóvenes
Cuando Javier Bosque y yo comenzamos un ministerio juvenil, con el deseo de crear comunidades de chicos y chicas que crecieran juntos en la fe, Julia se apuntó a ayudar en lo que fuera. Y así, nos acompañó en muchas reuniones, en las salidas, en retiros… No se atrevía a dar catequesis a los jóvenes pues ella era, ante todo, catequista de primera comunión y le parecía que la miraban más como madre, pero ayudaba en lo que podía, siempre animosa y alegre. La procesión, cuando andaba triste o cansada, iba siempre por dentro.
Gloria, Pascual y Heroína
Muchos fueron sus amigos, pero siempre la recuerdo, sobre todo, con Heroína, Gloria y Pascual Chico. ¡Cuántas cenas con mis hermanos de comunidad, con mi padre, mi madre, los Bosque…! Gloria, sin duda, ha sido una hermana muy querida para ella.
Quiero rescatar estas fotos, entrañables, de mi visita a NY en el año 2005. En la primera aparece a la izquierda Heroína Ortega y en el centro Pascual, Julia y Gloria. Pascual llegó a donarle un riñón a Bryan cuando él lo necesitó. A todos nos unía un profundo afecto.
La casa de Gloria y Pascual siempre fue una mesa acogedora y llena de alegría.
El ministerio del basket
Cuando fuimos enviados Ángel Valenzuela, Fernando Negro y yo a Camerún, Julia quedó muy apenada y preocupada por qué sería de los chicos del barrio, con quienes habíamos empezado a crear una gran comunidad. Yo la tranquilicé, y de hecho llegaron a servir a Transfiguración el Padre Sweeny y las Carmelitas Vedrunas, que hicieron una gran labor.
Pero Julia, antes de todo esto, me preguntó que podía hacer ella. Yo le dije que siguiera disponible para abrir el salón parroquial –que hacía también de cancha de baloncesto– para que su hijo Ricky y otros muchachos tuvieran un espacio seguro donde jugar y sudar en vez de estar hangueando por las esquinas, el spanglish para decir estar en la calle expuestos al peligro de las drogas o la violencia.
Dos años después volví a Brooklyn y allí seguía Julia, con las llaves en la mano, dispuesta a cuidar de la escuela mientras los muchachos sudaban la camiseta. Y me dijo:
–Aquí sigo, creo que sin hacer gran cosa por estos chicos.
–¿Han ido peor? –le pregunté.
–No, siguen igual.
–Pues, entonces, todo va bien. Si no van a peor, van a mejor.
La autodestrucción de un chaval, en aquellos años, podía ser muy rápida. Seguir en la escuela, jugando al baloncesto y creciendo, ya era una gran cosa, aunque no sacaran grandes calificaciones.
Pía
La vida de Julia no fue fácil, pero siempre afrontó las dificultades con confianza en Dios y con una sonrisa, quitándose importancia.
Cuando me fui a Camerún, quedó desolada. Esos mismos días moría uno de sus hijos. En una de las cartas, me decía que no podía alabar al Señor, que no salían acciones de gracias de su corazón, que pasaba por una noche oscura.
Entonces le dije algo que la ayudó:
–Julia, cariño: si no puedes cantar, pía. Pía como un pajarillo.
Y eso hizo el resto de su vida: piar. No siempre pudo alabar ostensiblemente al Señor, como quien vive bajo cielos abiertos, rodeado de luz y de flores, pero siguió piando, como un pajarillo, con su monótona pero constante canción pequeña y humilde. De ello es testigo Olinda Gallego, su cuidadora de muchos años, que Dios la bendiga por su paciencia y cariño.
Querida Julia: que sigas piando, libre ya de toda atadura, en la presencia del Señor y en compañía de tantos hermanos maravillosos que nos han precedido a la casa del Padre.
Muy lindo todo lo que cuentas. Y te felicito por tu memoria y precisión. Julia siempre piaba y seguirá por siempre piando. Era y es una ave del Señor.
Saludos, a todos he quedado muy impresionado por esta gran historia de aquella gran mujer Sra. Donia Julia, como le solia llamar en ocaciones cuando nos encontrabamos camino a la capilla de la parroquia muy temprano por las mananas para adorar, orar a Jesus Sacramentado.
doy gracias a Dios por haber podido conocerla y compartir en varias ocaciones como unos de los miembros e hijos adoptivo de nuestro querido y recordado P. Bryan K.
Ruego a Dios por su eterno descanso y que brille para ella la Luz Perpetua.
Pingback: Heroína Ortega: ¡Cántenme canciones alegres! – al cierzo